Fue uno de los primeros en morir, decía llamarse Pedro y ser abridor. Apenas unos días antes, una mañana como otras tantas, su perro pulguiento se rascó recargando cuerpo contra él. Eran más de las diez de la mañana. El incesante transitar de la gente no perturbaba el sueño del viejo que yacía de lado sobre un cartón, envuelto en un mugriento pedazo de cobija. El perro era amarillo, de largo hocico y orejas que colgaban graciosamente. Pedro se estiró y se quitó la mano de la cabeza con los ojos cerrados. Gesticuló y comenzó a hablar en voz alta; con la otra mano se rascó entre las piernas. El perro movió la cola al escucharlo y se tiró sobre el lomo revolcándose a su lado con gran contento.
Sin parar de hablar se levantó y comenzó a recoger su “cama”. Todas sus pertenencias consistían en un atado confuso de botes, bolsas y cartones.
Había aparecido en el puerto hacía ya varios años, uno de tantos vagabundos “mal dela cabeza” como decían todos. Andaba por el mercado, por los muelles o las vías del tren. Siempre hablando, a veces entre dientes y otras vociferando. Mendigaba comida y cigarros a los transeúntes y dormitaba a la hora que le venía en gana en cualquier parque o acera.
Traía siempre consigo una caja de gises y se ocupaba en pintar sobre el pavimento o las paredes, con gesto concentrado, sin dejar de repetir palabras incomprensibles. Y siempre pintaba lo mismo: puertas. Puertas de diferentes tamaños con manijas o aldabones, con marcos redondeados o remates garigoleados, de unos centímetros algunas, enormes otras. Puertas con cerraduras, con candados o pasadores.
-Yo soy Pedro. El abridor- repetía a quién le prestara oídos, así fuera su perro, un bienintencionado turista o un chiquillo burlón. –Yo tengo el poder de abrir las puertas, todas las puertas de todos los mundos se abren para mí y por mí, porque yo soy Pedro y todos los entes, los seres, los ángeles y arcángeles, los demonios y oscuros, los dolorosos, los fantasmas y los habitantes de otras dimensiones, los muertos y los no nacidos pueden entrar y salir por las puertas que abro…cuidado…debo tener cuidado…hay puertas que no deben abrirse, hay puertas…- y el viejo indigente caía en cavilaciones y murmuraciones difíciles de comprender, sacaba sus gises, se limpiaba las manos en el pantalón desgarrado y dibujaba puertas en las paredes de edificios y casas. Algunas veces en cuanto terminaba las borraba frenéticamente –mala puerta, puerta al mal, mala puerta, puerta al mal- repetía sin cesar. En otras ocasiones asentía satisfecho, levantaba los brazos hacia la puerta recién dibujada y mostraba su sonrisa desdentada –Buena puerta, cosa buena…buena…bien Pedro…buen Pedro abridor-
Ese día, como siempre, se echó a la espalda el atado y con el perro flaco pegado a los talones caminó hasta La Espiga de Oro. Se quedó parado en la puerta mirándose las manos como un niño regañado. Hasta que una empleada lo vio y salió a darle un par de bolillos medio duros. Los cogió sin dar las gracias y se fue a sentar a un portalito cercano, con gran ceremonia partió uno y le dio la mitad al perro. Cuando terminaron, el perro mucho antes que el viejo, este repartió el otro pan. Todo lo hacía con gran ceremonia, moviendo los brazos de manera ampulosa y con un gesto bondadoso y seguro.
Luego dibujó una puerta en la acera, pequeña y con un picaporte redondo y sonriendo dijo al perro -puerta buena- y mirando a la panadería –cosas buenas-
Durmió la siesta en el malecón, bajo una banca para paliar el sol, mientras el perro buscó refugio en la sombra de una barca volteada boca abajo en la arena. Luego echó a caminar por el malecón, hasta la armadora. Iban pasando por allí cuando se les adelantó una camioneta que llevaba un enorme perro negro en la caja; su perro y el de la camioneta comenzaron a ladrarse mutuamente y de pronto el perro de la camioneta se aventó de la caja y cayó muy cerca de ellos; en seguida su perro comenzó a pelear con el otro y Pedro a gritarles y dar vueltas alrededor. El perro del viejo, que era más ducho en esas lides pronto hizo correr al otro y lo persiguió hacia adentro de la armadora. Pedro dudó un momento antes de pasar la reja, pero en seguida se metió en busca de su compañero de andanzas.
Caminó entre los barcos, la maquinaria, los fierros oxidados y finalmente llegó hasta una vieja nave en desuso. Los muros eran metálicos y estaban pintados de rojo óxido. Se detuvo por largos minutos, contemplándolo como en un trance; mientras le temblaban las manos, buscó en su bolsillo el gis. Dibujó entonces una puerta profusamente detallada. Ancha y alta, con herrajes complicados en sus cuatro ángulos, un aldabón al centro con la figura de un león rampante. Tenía cuatro cerraduras en el lado derecho, todas distintas y muy elaboradas, dibujó las vetas de la madera, con tal maestría que era difícil creer que lo había realizado tan solo con un trozo de gis. Pedro se movía con rapidez, sus ojos prácticamente no miraban lo que estaba dibujando.
Cuando terminó, el muro de la bodega se había convertido en una obra de arte. Parpadeó, se fijó en el muro frente a él, se llevó las manos a la boca y comenzó a gritar como un loco.
-Nooo, no, ¿Qué hice? Es mala puerta, cosa muy mala, malos caminos, el mal, el portal, yo soy el abridor, debo cerrar, que no llegue la noche…es el mal, el mal-.
Sus gritos se escuchaban por todas partes, producían eco entre los fierros y los barcos montados en armazones y rebotaban por todo el lugar. Se sacó la camisa sin dejar de gritar incoherencias, no vio cuando unos hombres se acercaron a él, tampoco vio llegar a su fiel perro que se puso en guardia al ver a los trabajadores. Pedro levantó la camisa para borrar lo dibujado. El perro se plantó detrás de él mostrándole los dientes a los que se acercaban amenazadores, uno de ellos le lanzó una patada, el perro retrocedió esquivándola, Pedro giró y vio como otros hombres se acercaban para patear a su perro, se adelantó agitando la camisa para interponerse, los hombres se le dejaron ir encima, todo se volvió confuso, el perro gruñendo, soltando mordidas, Pedro agitando la camisa, los hombres sometiéndolo, las patadas que no atinaban al cuerpo del animal, el perro retrocediendo, golpes, gritos, forcejeos, Pedro arrastrado hacia la entrada del astillero, el perro atrás, soltando tarascadas a los tobillos, Pedro vuelto loco, gritando que no sabían que era un error, que debía borrar la puerta, que se arrepentirían, un empujón, Pedro golpeándose la cara contra un poste, el perro impulsado hacia el arroyo por una última patada.
Cuando despertó, con la sangre seca sobre la boca, encontró junto a él al pobre perro, se acordó de todo, se levantó lo más rápido que pudo y corrió hacia la entrada del astillero, pero la reja estaba cerrada y detrás de ella un guardia de seguridad custodiaba la entrada con la mano sobre el radio.
Pidió. Suplicó. Amenazó. Advirtió de una gran desgracia si no le permitían entrar a borrar la puerta. Trató de trepar por la malla, pero le resultó imposible. Cuando escuchó al guardia llamando a la policía se alejó de prisa seguido por el perro cojo y macilento.
Toda la noche rondó la entrada, trató de encontrar algún punto débil en las bardas, algún agujero, alguna cerca por donde trepar, pero le fue imposible. Por la mañana, cuando abrieron la naviera trató de colarse entre los empleados pero lo detuvieron y sacaron de allí. Desesperado echó a caminar por el malecón. Un carrito de sonido anunciando la nota roja pasó junto a él.
-Encuentran mujer descuartizada en la playa norte. La vaciaron y tiraron su cadáver. Era de la vida galante-
El anciano se puso pálido, sacó una moneda y se la ofreció al vendedor de periódicos. Leyó la nota con avidez. Observó las fotografías con calma. Pegándose el diario a la cara, para poder ver mejor. La mujer en la foto estaba borrosa, pero el diario decía que la había encontrado sin vísceras, como si un animal le hubiera devorado las entrañas.
-La puerta, es la puerta, tengo que borrarla, no debí, yo soy Pedro, el abridor, tengo el poder, tengo que cerrar, tengo que cerrar, él seguirá…la puerta…esto es malo, él es malo-
Siguió rondando, buscando algún descuido, alguna abertura. Sin comer, cansado y aturdido, todo ése día y la noche siguiente.
Se tapó las orejas con ambas manos cuando por la mañana el diario anunció al segundo muerto en iguales circunstancias que el día anterior. Corrió a la naviera y entró a toda velocidad sin que nadie pudiera detenerlo. Casi llegó a la puerta que él mismo había dibujado. Lo sometieron muchas manos y una que otra patada. El hombre se retorcía frenético a la vista de la puerta. Gritaba a voz en cuello –yo soy Pedro, el abridor, ustedes no entienden, no saben, la puerta está abierta, el peor aun no entra, es sólo uno de sus huestes, pero cuando él venga, cuando todos entren nadie podrá salvarnos. Yo soy Pedro, yo soy Pedro, tengo el don, me fue dado el poder-. Lo metieron en una patrulla, su perro corrió tras ella algunas manzanas, después se detuvo agotado y regresó lentamente a esperarlo en la puerta de la naviera.
Lo soltaron por la tarde, no sin antes advertirle que no se acercara a la armadora. Por supuesto no bien estuvo en la calle regresó a prisa hasta la empresa. Sabía que cuantas veces quisiera cruzar lo detendrían. Llamó a su perro y cruzaron el malecón. Se sentaron a esperar bajo una palmera y se quedaron dormidos. Cada poco tiempo Pedro despertaba sobresaltado y murmurando advertencias y urgencias reales e imaginarias. La noche se cernía sobre la ciudad. Los trabajadores se fueron retirando y las pesadas hojas de la reja se cerraron.
Esperó hasta la madrugada, cuando no vio ni escuchó movimiento alguno se acercó sin hacer ruido. La cadena y el candado estaban puestos. Dentro de la caseta la luz estaba encendida, no se veía ni escuchaba a nadie. Probó a separar las rejas y calculó que su cuerpo flaco en extremo podría pasar por ésa abertura. Deslizó primero una pierna, después medios torso, el ladrido de su perro le avisó tarde del macanazo que le dio en el hombro. – ¿no entiendes tú? Pedro el loco, vamos, lárgate o llamo a la patrulla, ¿ya te gustó que te paseen los cuicos eh?- La puerta – comenzó a explicar – ¡que puerta ni que la chingada! Órale, sácate…puerta…la del manicomio es la que necesitas abrir, ya no te la fumes tan verde jajaja- un macanazo rebotó a propósito en la reja de malla.
Pedro cruzó la calle, y se fue a sentar en la arena. Dormitando a ratos, murmurando inquieto, removiéndose sin parar. Cuando comenzó a clarear los trabajadores fueron llegando hasta la planta en silencio. La puerta se abrió. Pedro le pidió un tamal a una mujer que vendía en la entrada. Lo partió como era su costumbre para darle la mitad a su modesto chucho. La mujer le sirvió un vaso de atole.
De pronto el sonido rutinario de los trabajadores ingresando a la empresa cambió de tono. Un algo alarmante que corría como pólvora llegó con dos empleados que salían desde los patios para dirigirse al guardia de seguridad. Pedro levantó la cabeza estirando el cuello. La gente comenzó a aglomerarse en la entrada. Un guardia entró a toda prisa con los dos empleados. La reja se cerró. Los trabajadores se apiñaron como clavos pegados a un imán. Luego las sirenas, las luces rojas y azules, una ambulancia a toda prisa. Un rato después, sin que nadie se hubiera movido de su sitio. La ambulancia salió de la naviera con la sirena apagada. Los policías continuaron como laboriosas hormigas que han extraviado el camino.
El vagabundo se acercó a la multitud lo más disimuladamente que pudo. Parado en el borde de la muchedumbre pudo escuchar fragmentos de conversación. Un guardia…muerto…destripado…como los del periódico…horrible. Pedro se agarró con desesperación a la reja y comenzó a sacudirla –Es la puerta, es la puerta, ellos vienen, tengo que cerrar, déjenme pasar, solo yo puedo cerrar lo que abrí, solo yo puedo detenerlo antes de que la cierren detrás de ellos.- la gente lo miraba, hicieron una rueda para alejarse de él. –Yo soy Pedro, yo soy el abridor. Tienen que entender, tienen que creer, déjenme entrar, déjenme entrar, déjenme entrar- Los guardias estaban tan consternados que no hicieron nada para callarlo o hacerlo retirar. La gente comenzó a alejarse, pero él siguió zarandeando la reja y gritando a todo pulmón.
Casi al anochecer llegaron varias patrullas. Pedro estaba rendido, se había tendido a un lado de la puerta con su perro. Los policías entraron sin fijarse en su presencia. Se levantó y le hizo seña al perro que se quedara quieto. Entró corriendo y se escondió tras la caseta. Espero un poco. Los policías y guardias se dirigieron hacia la nave abandonada. Corrió en sentido contrario y se escondió entre los fierros oxidados. Espero quieto. Nervioso. Tenso y ansioso. Por fin se retiraron todos. Sólo en la caseta de vigilancia quedaba una luz encendida. Pedro salió de su escondite y corrió hacia la parte trasera de la empresa, hacia la nave que tenía pintada la puerta. Un guardia salió –Hey tu…Pedro el loco…regresa- pero el viejo corría a todo lo que daban sus delgadas piernas mientras se quitaba la camisa. El guardia hizo por correr tras él, pero el recuerdo del sitio donde había encontrado a su compañero lo detuvo. Levantó la mano para mentársela en silencio y se refugió en la segura luz de la diminuta caseta.
Llegó hasta la nave. Estaba oscuro, pero en la sombra podía verse más claramente el contorno blanco de la puerta pintada. Levantó las manos, con la camisa en una de ellas se acercó despacio. Temblaba. Un chirrido leve se escuchó entonces. Suave. Apenas perceptible.
Pasó algo más de una hora. El guardia decidió dar aviso a la policía. Un loco. Llevaba días tratando de entrar a la planta. Había entrado. No, no pudo detenerlo. Estaba ahora dentro de la planta.
Cuatro policías temerosos caminaron hacia la nave abandonada. Su silueta se recortaba contra el cielo desteñido por las luces citadinas. La luz de una linterna alumbró la nave. Una enorme puerta dibujada en ella destacaba. La parte derecha estaba borrosa. Por lo demás parecía real. Otra linterna alumbró al piso…un trapo blanco. Luego descubrió unos pies descalzos. Se acercaron con cautela. Un hombre yacía boca abajo. Un policía lo movió con un pie. El otro se inclinó y le buscó el pulso. -¡late!- exclamó -¡una ambulancia!- el guardia corrió hacia la entrada. Los policías giraron despacio al hombre. Un grito se atoró entre sus paladares y lenguas. Pedro, sin camisa, con un enorme boquete en el estómago. Dentro nada. Al fondo un delgadísimo chisguete de sangre con cada latido. Un estremecimiento. Unos ojos que se tornaban vidriosos como las estrellas que ya no reflejaban.
Un policía encontró el atado de sus pertenencias afuera, los resguardaba el fiel perro. Costó trabajo conseguir que los dejara tomarlas. Bolsas dobladas. Gises. Pedazos de yeso. Una botella con agua. Una carpeta de piel y dentro de ella un pasaporte. La fotografía de un hombre joven. Pelo corto. Saco y corbata. El nombre: Simón Quefá.
-¿A quién se la robaría este infeliz?-
-Es pasaporte extranjero,quizás solamente la encontró, no estaba bien de su cabeza... “Pedro, el abridor”-
-pobre loco- la risa burlona escondida en las palabras.
Un investigador de traje se acercó en ese momento.
-Licenciado Levy- los dos policías adoptaron una actitud formal.
-¿Que hay señores?-
-Las cosas de la víctima, un pobre loco que era conocido como Pedro, el abridor...-
-Si, ya me ha contado el guardia sobre los delirios del sujeto-
El agente le pasa el pasaporte al investigador
-Estaba entre sus cosas-
El Licenciado Levy lo abre y lee -Simón Quefá- en su rostro se dibujó una pálida sorpresa, sus ojos recorrieron varias veces el nombre, sus labios lo repitieron en voz baja.
Los policías se miraron entre ellos.
-¿Era de alguien conocido?-
Lentamente el investigador levantó el rostro ceniciento, los miró sin ponerles mucha atención.
-Simón Quefá...Simón Piedra...Pedro...el abridor...puertas...las llaves de...Dios nos ampare-
se publicó en Diario de Colima semanario Ágora el 11 de septiembre de 2011.