jueves, 11 de agosto de 2011

EL DIA DE LA TROMBA


San Pedro Atocpan es un uno de los 12 pueblos originales de Milpa Alta, delegación al sur del distrito federal y que tiene sus orígenes en pequeños grupos de pobladores chichimecas  que se asentaron en esos altos y abruptos parajes y fueron asimilándose a la cultura náhuatl. Actualmente una moderna carretera cruza la delegación y comunica a éstos pueblos, que conservan muchas de sus tradiciones prehispánicas y su habla náhuatl.
A principios del siglo XX nacería en ese pueblo Doña Ma. Matilde Elvira Romero y Valverde, hija mayor de un acaudalado terrateniente de origen indígena y mi abuela materna.
En aquellos tiempos San Pedro era un pueblo de empinadas calles de tierra, casas de piedra volcánica y techumbres de teja, corrales, nopaleras, magueyes y extensos sembradíos de maíz y frijol de temporal. Carecía de agua entubada, arroyos o manantiales, de manera que se construían enormes pilas circulares para almacenar el agua de la lluvia. Tampoco existía la energía eléctrica, la gente se alumbraba con velas de sebo o con lámparas de petróleo. Se cocinaba sobre comales sostenidos por tres o cuatro piedras, y las cocinas y el pueblo entero olían a humo, a ocote y a tortillas recién hechas.
La época de secas era triste y dura de aguantar, el agua de las pilas se terminaba y la gente tenía que recolectar el rocío que se quedaba en las pencas de los magueyes antes de que el sol las evaporara, también se traía el agua en burros y mulas de un poblado cercano de nombre San Gregorio Atlapulco. El maíz y los frijoles iban mermando, la pastura para las bestias se acababa y el frío secaba poco a poco hasta la última hoja verde, Los niños andaban con las mejillas cuarteadas por el frío, las gallinas se cobijaban bajo alguna higuera, los perros se hacían bola unos contra otros y las personas dormían bajo una misma cobija exhalando blancas nubecitas de vaho, hasta que el sol salía.
Por eso al llegar la estación de las lluvias todo era una fiesta, los campos se llenaban de múltiples tonos verdes. Nacían por doquier florecitas silvestres, floreaban los malvones, las gardenias, los lirios y agapandos. Se llenaban de azahares los naranjos, los limoneros y las limas  y estallaban en flores rosadas los durazneros y los manzanos.
Las golondrinas regresaban describiendo enormes círculos contra el cielo azul, las cocinas aromaban con la preparación del chilatole,  chilatl, caldo de res, pipián, tamales de frijol, sopa de habas, pápalo, acociles traídos de Xochimilco, verdolagas y muchos platillos más que abrían el apetito de chicos y grandes.
 En junio todos se despertaban con el olor a tierra mojada y las campanas de la iglesia llamando a misa. Era la fiesta del Señor de las Misericordias, un cristo que según cuentan, habían  traído unos fieles cruzando los cerros desde un poblado en el estado de Morelos, con la intención de llevarlo a la ciudad de México a reparar, pues estaba muy dañado de sus dedos. Dicen que ésos hombres y el cristo pernoctaron en San Pedro para descansar y que al siguiente día por más que quisieron no pudieron levantar el cristo. Muchos  hombres se sumaron a la tarea para tratar de levantarlo, pero les fue imposible moverlo, así que con tristeza declararon que el Señor de las Misericordias quería quedarse en San Pedro, donde se le acogió amorosamente en una pequeña capilla del siglo XVI de nombre Yencuitlalpan.
El 3 de junio de 1935, mi padre contaba con 10 años y su  hermano con 8. Se estaban celebrando las fiestas del Señor de las Misericordia en la capilla Yencuitlalpan, en la parte más baja del pueblo, en una pequeña explanada llena de tejocotes y sauces llorones y los niños quisieron ir a la fiesta a subirse en los caballitos y jugar a la lotería en la feria que se ponía año con año. Mi abuela era una mujer seca y no le gustaba asistir a fiestas ni ferias de manera que  envió a ambos niños con una muchacha que le ayudaba de nombre Lorenza. Era el día siguiente de la fiesta grande, lunes, y aún era temprano, serían las 3 de la tarde, así que no había mucha gente.
Mas sucedió que Lorenza se encontró a una amiga y se puso a platicar con ella largamente, mientras  tenía a los niños sujetos uno en cada mano. Pasaba el tiempo y ella no los dejaba ir a los juegos ni dejaba su plática, así que por detrás de ella se pusieron de acuerdo para hacer la travesura de escaparse, y a la cuenta de tres dieron un tirón cada uno para su lado, zafándose de su mano y corriendo a toda prisa de regreso a su casa con la pobre Lorenza pisándoles los talones, asustada porque mi abuela pudiera regañarla al ver llegar a los niños solos.
 No bien habían llegado a la casa, se soltó una terrible tromba, El agua bajó a raudales por las laderas de los cerros, a tal velocidad que no dio  tiempo de nada, arrastrando en su corriente piedras, lodo, animales y desembocando impetuosa e inesperadamente en la placita de Yencuitlalpan donde sorprendió a los asistentes a la feria.
El agua se estancó por unos momentos, inundando la capilla hasta más de dos metros de altura y luego barrió de la explanada, feria, vendedores, hombres, mujeres y niños. Después el agua, incontenible, tomó cuesta abajo hacia el pueblo de San Gregorio Atlapulco. Todo fue arrastrado por la Barranca de Texcoli. Los cuerpos de muchas de las víctimas fueron recuperados en San Gregorio, varios kilómetros más abajo. Más de 300 personas perdieron la vida. El sacerdote de la parroquia salvó la vida de milagro, al igual que una pequeña niña que se refugió en el altar de la parroquia. Era un pueblo de temporal, nadie que estuviera presente sabía nadar ni hubiera podido oponerle resistencia a aquel torrente de agua que sobre el terreno cerril se convirtió en una avalancha de agua y lodo, familias enteras perdieron la vida ese triste día.
El presidente de México en ése momento, Sr. Lázaro Cárdenas dio órdenes de que se auxiliara a los pobladores de San Pedro y San Gregorio. Por la ruta de Tláhuac y Mixquic llegaron en camiones de redilas cientos de ataúdes para apoyar a los muchos deudos, gente sumamente pobre que ese día disfrutaba de un rato de esparcimiento o se ganaba la vida vendiendo alguna golosina.
En el  atrio de la Parroquia de San Pedro se encontraba el panteón del pueblo, tal como se acostumbraba en esas épocas, panteón que tristemente se llenó de nuevas sepulturas en unos pocos días por causa de esta terrible tragedia, hasta hace poco era posible ver grupos de lápidas que iban decreciendo en tamaño y en las que se encontraban abuelos, padres e hijos.  
El tiempo ha pasado y hoy el pueblo es la sede de la famosa Feria del Mole, cada año recibe miles de visitantes con entusiasta apetito, las calles están empedradas, las casas de piedra y teja remozadas dan al pueblo un aire pintoresco y de aquella tragedia solo quedan algunas fotografías borrosas color sepia, una marca que el tiempo y las capas de pintura no han podido borrar sobre el muro de la capilla, que marca el nivel al cual llegó el agua ese aciago día y el recuerdo en la memoria de los que eran niños y sobrevivieron, tal como lo hizo mi padre, que salvó la vida por una ocurrente y providencial travesura de niños. 

Publicado en Diario de Colima Suplemento Ágora el día  06 de julio de 2011

1 comentario:

  1. El día de ayer asistí por primera vez a la Feria internacional del mole, tengo 24 años y soy fanático de ese alimento. Dentro de todo el bonito ambiente que se genera en la feria me dio mucho gusto y emoción encontrar una exposición fotográfica que resumiera de cierta manera la historia del pintoresco pueblito; llamó en especial mi atención la serie de fotografías que exponen lo acontecido en 1935 respecto a la tromba, por eso es que me di a la tarea de investigar un poco y curiosamente llegué a esta narración, la cual (debo mencionar) es bastante amena. Ojala pudieran brindarme un poco mas de información sobre lo acontecido en aquella ocasión. de momento agradezco publicaciones como esta que enriquecen el conocimiento de la ciudad

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