sábado, 18 de junio de 2011

Crónica del robo del Perico

Corría el año 1912, tan aprisa como les había dado por correr a aquellos años de la Revolución, con sus revueltas, sus alzados con calzones de manta y sus pelones federales por todas partes, disparando y saqueando haciendas, ranchos, pueblos y hasta caseríos, tragándose todos los comestibles que encontraban y hasta lo no comestible y abusando de las muchachas y de las no tan muchachas también, para susto o gusto de las abusadas…según se mire.

Muchas familias habían decidido dejar el campo y refugiarse en las ciudades cambiando su vida campirana por el trajín de la ciudad, donde la honra de las muchachas quedaba a buen resguardo de los revoltosos y a la mano de sus patrones y de enamorados malandrines de barrio.
 Así fue como la Tía Paula, y su marido Don Miguel Rivera ambos maestros rurales,  junto con sus hijos Miguel, Roque, Mario y Estela habían ido a parar a una vecindad en la calle Pino Suárez de la colonia Juárez en aquella, entonces hermosa y porfiriana Ciudad de México. 

En ésos años un maestro rural lo era por verdadera vocación, sus salarios eran mínimos y los recibían de manera absoluta y religiosamente… irregular. Pero Paula Tercero y Miguel Rivera estaban orgullosos de lo impartido en el aula y estiraban los mengües salarios para que alcanzaran a vestir a su familia, que aparte de los cuatro muchachos incluía un loro huasteco que había resultado un excelente pupilo de los profesores y hablaba con bastante y dicharachera alegría desde que el sol salía y hasta que se apagaba la última lámpara.

La vecindad era un hermoso edificio colonial, de tres patios y bellas herrerías, que albergaba entre sus muros de piedra, sus techos de bovedilla y sus pisos de duelas apolilladas un surtido rico proveniente de todas partes del país. Estaba el portero que era un Michoacano güero y fornido, de tez encendida y ojos azules, los chundos que provenían de los rumbos de Toluca y hablaban en su lengua otomí, varias viviendas estaban ocupadas por personas de Guerrero y hasta un sinaloense gritón y malhablado habitaban en los cuartos que rodeaban los espaciosos patios. Pero eso sí, todos eran gente decente, pobres pero honrados. Porque el pobre sólo eso puede guardar, el honra.

Pero volviendo al personaje central de la historia acontecida y que me dispongo a relatarles, este es o más bien era, el loro de la tía Paulita, el tiempo nos ha hecho perder el nombre de tan verde y simpático parlanchín, pero lo llamaremos Pepe. Bien, pues resulta que toda la familia se había dado a la tarea de enseñar el correcto castellano a Pepe, de modo que abundante y correcto era su lenguaje, es decir, éste no era un perico malhablado como había y hay tantos, sino un perico muy cortés y bien educado.

Mal estaba la situación para tanto migrante, en una ciudad convulsionada, donde muchos ricos habían comenzado a irse al extranjero en espera de que terminaran las revueltas y con la esperanza de que el gobierno pusiera orden y ellos pudieran seguir disfrutando de sus privilegios y su vida afrancesada mientras los salarios para los pobres apenas alcanzaban para mal comer y medio vestir. De manera que no es de asombrar la existencia de muchos raterillos de poca monta, miserables y malvivientes que se aprovechaban de cualquier descuido para hacer de las suyas, hacer suyo lo ajeno y apropiarse de las propiedades de otros de manera por demás impropia.

Uno de ésos días que corrían veloces por Paseo de la Reforma y llegaban a sentarse, ya cansados y sin ánimo en alguna silla desvencijada de aquellas barriadas, un par de raterillos con mala suerte se aventuró por la vecindad donde vivían afanosamente la ya mencionada Tía Paulita, su marido y prole. Y aprovechando que no se encontraba nadie en la humilde vivienda, penetraron para buscar, rebuscar, esculcar y trasculcar en los muebles, los cajones y bajo los colchones. Y sucedió entonces que nuestro verde conocido, Pepe, comenzó a gritar con su pico corvo y su acento periquesco “Roque, ratero, Roque, ratero” a lo que los raterillos, sorprendidos y temerosos de que los descubrieran, pusieron un trapo sobre la jaula y al ver que el perico no se callaba, tuvieron la nada brillante idea (más les hubiera valido poner pies en polvorosa que vérselas con la voz de Pepe)de llevarlo consigo. Pero Pepe no se iba a dar por vencido, porqué aparte de todo ahora era secuestrado por los bandidos y siguió gritando “Roque, ratero, Roque, ratero”, atrayendo la atención de un honorable cuico que en ésos momentos recorría el barrio a pie y con su buena cachiporra al cinto.

Sorprendidos con las manos en el perico, los cacos se pusieron nerviosos y comenzaron a titubear, mientras el emplumado seguía pidiendo ayuda a su manera, con su cantaleta (pueden repetirlo conmigo) “Roque ratero”. Mientras eran interrogados y ellos juraban y perjuraban que uno de ellos era Roque y el loro era suyo, llegó el verdadero Roque, quien reconoció a Pepe y dijo (como era de esperarse) ser Roque y dueño del animal, por lo que el policía, viéndoselas con dos Roques, un no identificado y un plumífero chivato perteneciente a un Roque, aunque sin saberse a cuál de los dos y antes de hacerse más pelotas al igual que ustedes y yo, no tuvo más remedio que llevar a todos a la comisaria.

Hasta allá llegó la Tía Paula, tras ser avisada por las vecinas, quien se identificó, confirmó que su hijo era Roque y que el loro era suyo, y así fue como dos ladronzuelos fueron puestos a la sombra por tener la mala pata de ponerse a las patadas, o mejor dicho a las habladas con un loro huasteco, aplicado pupilo de dos honrados maestros rurales y desde luego de Roque, que por cierto era mi tío.

publicado en Suplemento Ágora de Diario de Colima el día 29 de mayo de 2011

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