El sol cae en el ruedo de la Plaza de la Luz cómo una roca en un estanque. En el Patio de cuadrillas esperan 3 matadores. Se escucha el toque del clarín. Se abre la puerta y comienza el paseíllo. Los toreros, soberbios, saludan a la gente que los recibe con algarabía. La banda acompaña con un pasodoble. Y el aplauso es como una bandada de gansos salvajes que levantaran el vuelo hacia un cielo sin una sola nube.
Se despeja el ruedo. Sale el primero de la tarde. Un toro cenizo de astas caídas y abiertas bastante espantadizo, al que “El Gili” González no consigue entender, terminando con tres pinchazos.
Tampoco comienza bien la tarde para el joven Medina y el colombiano Jiménez que con faenas irregulares y más bien flojas obtienen silencio.
Y el respetable comienza a desesperarse. Viene el cuarto de la tarde. El torero sale al ruedo. Un toro azabache y bien armado, alto de agujas, de 590 kilogramos. Espléndido. Aplomado. El peón de confianza se prepara a recibirlo, de pronto, por uno de los burladeros sale un desconocido, es un hombre delgado y altísimo que viste un hermoso traje de luces grana y azabache. Lleva un extraño capote de los mismos colores. “El Gili” lo mira sin perder de vista al toro. La plaza entera enmudece por un instante. El espontáneo luce una cabellera matizada de plata que le llega al hombro. Camina lentamente asentando con firmeza los pies calzados con manoletinas rojas. Del burladero por el que salió emergen tres mozos dispuestos a someterlo y sacarlo de allí. Más en ése momento el toro arranca hacia el espontáneo y los mozos corren a protegerse. El improvisado torero se planta firmemente. El toro embiste. El desconocido lo recibe con un pase en redondo. Pareciera que el tiempo se ha detenido en la plaza. Cómo si todos en ése preciso segundo hubieran dejado de respirar y sus miradas fueran los rayos de una rueda que tuviera por eje toro y hombre. Después, a una voz, en armonía perfecta, como una sola emocionada garganta, se escucha un estruendoso “Olé”. La estilizada figura, un verdadero Quijote en traje de luces, levanta la mirada triunfal y abarca con ella a la muchedumbre. Luego avanza dos pasos y con un firme movimiento cita al toro que en seguida responde.
-¡Ole!-
Y sigue, ligando pases de manera exquisita y atrevida, de pecho -¡ooole!-, de derecha -¡ole!-, y el torero se atreve más y más, creciéndose a cada minuto. Pareciera que el toro, hipnotizado, obedece al suave movimiento de sus manos delicadas y elegantes. Y la plaza ruge con los oles que se suceden uno tras otro. ¿Quién es? ¿Quién es? Se preguntan unos a otros, atónitos.
“El Gili” se ha quedado al margen, fascinado con la mejor corrida que haya visto en su vida. De pronto el toro se detiene, levanta la testa, otea el viento. El quijotesco torero levanta los brazos en cruz y gira sin mirarlo. El monstruo de mil cabezas que ocupa los tendidos contiene el aliento, a las mujeres casi se les escapa un alarido ante el desplante. Sigue girando, sigue, lentamente, 90, 180, 360 grados para quedar de nuevo de frente al astado, que parece asentir complaciente. Por un momento se miran a los ojos. Ahora alarga la muleta. La capa rojinegra acaricia la arena. El toro baja la cabeza, se acerca a la carrera, arremete brutalmente contra el capote que el torero eleva, y entonces, como si de una mantelería de seda se tratara, lo deja caer sobre el lomo del toro soltándolo de su mano, el capote cae lentamente… hasta la arena.
Un pasmo escalofriante los recorre a todos. Sus ojos buscan desesperados por todo el ruedo. Imposible. El toro ha desaparecido bajo la capa del torero. No está en el coso. Ante sus ojos se ha esfumado. El silencio se adueña del aire, lo aprisiona con dedos tensos. Nadie se mueve. El espontáneo levanta la capa y la muestra por ambos lados con un gesto teatral, hechizante. Y de pronto de entre la sorpresa, un sombrero cae al ruedo… ¡ole! ruge la afición. ¡Ole! ¡Torero! ¡Torero!. Los sombreros caen como lluvia de flores blancas. Es la locura, el éxtasis, el delirio total. El público comienza a desbordarse al ruedo con la intención de sacar en hombros al singular torero. Que levanta las manos y los detiene. Ante un gran silencio levanta su capote, cita a un toro invisible…realiza un pase… un niño grita: ¡ole! El respetable corea ¡Ole! Un pase natural ¡ole! El torero pide un estoque. En el centro del ruedo, se prepara, le va al encuentro al imaginario animal, el capote en su izquierda, como una bandera. Levanta el estoque. Parece cada vez más alto. Mueve el capote haciendo un gran giro en redondo, como un bailarín realizando una piroutte y clava el estoque… en el aire. No se escucha la banda. Ni una voz. Sólo un inmenso silencio. Silencio. Una ráfaga de viento levanta un diminuto remolino. Extiende ambos brazos con gracia hacia la derecha, luego a la izquierda, abriendo las manos como un prestidigitador, luego, con una palma sobre su chaleco negro y grana, hace una reverencia describiendo un amplio círculo con la otra. El Taumaturgo levanta la mirada, hacia donde la plaza con sus gradas, sus tendidos y palcos, la barrera, los burladeros y los amantes de la fiesta no están más… y con sus manoletinas rojas y polvosas se aleja, dejando tras de sí un inmenso espacio vacío
publicado enel suplemento cultural Ägora del Diario de Colima el día 27 de marzo de 2011
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