Por el barrio aún dormido, pasa Manuel con su carrito de helados. Lo empuja sobre el empedrado de la calle primera, el carrito no para de rebotar y suenan sus campanillas mientras se balancea la pata de conejo que trae colgada del manubrio. Aún es muy temprano, sus hijos y su mujer duermen todavía compartiendo la única cama, que está en su vivienda de tabicón gris y techo de láminas, al final de la calle. Él se ha levantado como siempre de madrugada, cansado y adolorido, molido de dormir en el viejo colchón al que ya se le sienten todos los alambres y luego, para colmo de males, la bebé, la más pequeña de sus hijos, estuvo llorando toda la noche y entonces los otros tres mal durmieron, y Juanito se pasó la noche entera enterrándole el pie en la espalda -¡que nochecita!- va pensando Manuel –tengo que conseguir otra cama- los gallos comienzan su concierto, en el nuevo y pobre barrio hay mucha gente que tiene animales, son la gente que las miserias y el abandono del campo han arrojado a la ciudad, llegan a vivir en ésos barrios perdidos, y con ellos su pobreza, sus sueños y sus costumbres. Dos cuadras más allá, el perro negro de siempre le ladra como todos los días, Manuel hace como que recoge una piedra y se la lanza, el perro retrocede un poco, no en vano alguien más le ha lanzado piedras de verdad, pero enseguida vuelve a los ladridos -¡pinche perro! ¡Sáquese!- le grita, se acomoda el sombrero y sigue su camino.
Al llegar a la carretera, el carrito cobra velocidad sobre el asfalto, que en éste tramo es una pendiente, Manuel se tiene que atrancar echando el cuerpo atrás para frenar un poco, los coches pasan zumbando junto a él, algunos se abren por precaución cuando lo ven, pero la mayoría lo ignora, Manuel va lo más rápido que puede, tiene que llegar temprano a la ciudad para resurtirse de mercancía, ayer fue mal día, apenas si sacó para dejarle 30 pesos a su mujer, no le alcanzarán para nada, -pero ni modo- piensa Manuel-que se le va a hacer, un día con otro, hoy parece que va hacer calor, si Dios quiere y lo permite, pué que venda harto -se sonríe Manuel- a la mejor me va bien y en la nochecita me alcance pa llevar a los chamacos a casa de Doña Meche a comerse unas flautas o unas tostadas de pata, y pa’ llevarlos con el Mario, que tiene en su casa una tele grandota y por 3 pesos cad’uno puédanos ver una película de ésas “devedé” como se llaman, como si fuera cine- se saborea la idea- y se imagina a sus hijos y su mujer sentados en las sillas de plástico, con los ojitos bien abiertos disfrutando a lo grande. -Eso es lo que le decía a mi vieja que íbanos a hacer ‘ora que me fuera bien, pero la mensa fue y se lo dijo a los chamacos y ‘ora cada vez que regreso me preguntan si vamos ir “al cine”, y pos ni modo, les tengo que decir que ‘ora no, que mañana – y los pies de Manuel vuelan sobre el asfalto con el ritmo de las campanillas y de su pensamiento.
El sol ya comienza a calentar cuando Manuel llega a la paletería. Otros heladeros están formados, así que tiene que esperar. Empieza a sentir hambre, no ha desayunado como siempre. Ya comerá algo más tarde. Por fin le toca su turno, le surten el carrito y paga, en tanto sigue pensando que necesita comprar otra cama,- ¿pero cómo? Bueno ´pos ya se verá- se encoge de hombros- si Dios quiere.
Con el carrito bien surtido se encamina hacia la colonia donde comienza su diario recorrido. Por la calle Aldama, luego la Juárez donde está la primaria y que es la mejor parte de la ruta, y la avenida Hidalgo, que es un fastidio porque allí está la paletería “La Michoacana” y no vende casi nada, pero de todos modos la recorre por si acaso, hasta llegar al Parque Degollado, donde se puede sentar un ratito mientras espera vender su mercancía.
Hace mucho calor. Siente que los pies le queman. El cartón que lleva dentro de los zapatos para tapar los hoyos de las suelas se ha movido, y como sus calcetines ya están muy agujerados, sus pies van tocando el pavimento que parece lumbre. Manuel se detiene en una esquina para acomodarse los cartones dentro de los zapatos. También tengo que comprar zapatos -anota en su mente- unos para mí y otros para Alfredito que ya anda igual - si Dios quiere- suspira cuando termina de acomodar el cartón y se limpia el sudor de la frente con la manga de la gastada camisa.
Apenas llega a la calle Juárez se encuentra con una larga fila de niños que van de excursión y esperan para subir al autobús escolar, las campanillas repican con más fuerza bajo la mano experta de Manuel -heladoooos, paletaaas- grita con voz potente, los chiquillos se alborotan. El calor aprieta. Manuel vende mucho. Los niños suben al autobús y Manuel se queda feliz en la banqueta, algunos niños le dicen adiós desde las ventanillas, y él les contesta sonriendo –quien quita ‘ora si- piensa sobando la pata de conejo.
Cuando llega a la avenida Hidalgo ya casi es mediodía, ¡la paletería “La Michoacana” está cerrada! –Ora sí que se está poniendo bueno- dice entre dientes.
Manuel empieza a vender que da gusto. Ojalá siempre estuviera cerrada -piensa-. A las tres apenas va llegando al parque. Ya es tarde. Pero hoy ha vendido mucho por el camino. Se deja caer en una banca y trata de aliviar el dolor de sus pies moviendo los dedos dentro de los desvencijados zapatos. Mete la mano en uno de los bolsillos del mandil, donde trae las monedas producto de la venta, tintinean entre sus dedos y una sonrisa le llena el rostro moreno.
El sol sigue inclemente sobre el parque. Algunos niños juegan a los encantados y Manuel vende como hace mucho, pero muchísimo que no vendía. Cuando comienza a refrescar, alrededor de las seis de la tarde, Manuel tiene el carrito casi vacío. Es mas tarde que de costumbre, seguramente llegará ya oscuro a su casa. Pero no le importa. Hoy si llevará a cenar a su familia. No ha comido nada. Prefirió guardar todo el dinero para gastarlo con sus chamacos y su mujer,- la pobre, que nunca se da un gusto, ahora sí se van a poner re contentos todos- piensa Manuel mientras emprende el largo camino de regreso.
A prisa porque es tarde, pero además porque ya le anda por llegar, sigue su camino mientras va pensando -me voy a comer dos tostadotas de pata con lechuga y crema, hasta se me hace agua la boca- el estómago le apremia. El carrito casi está vacío y no pesa nada. Ni siquiera siente ya los agujeros de los zapatos, -con tres días de éstos podría comprar otra cama, aunque de segunda mano. - suspira Manuel -Y si siempre vendiera así también podría comprar los zapatos para mí y para Alfredito y a la mejor, con el favor de Dios, pué que alcanzaría pa’ comprar una tele grandota como la de Mario, y a la mejor hasta compraba un “devedé” y entonces mi vieja podría sacar unos pesos en la casa, poniendo películas como hace el Mario y con ésa lanita…quien sabe, a la mejor puédanos ponerle techo de colado a la casita…o mas mejor comprar un carro para poder vender helados con él, como esas camionetas que pasan con su musiquita…Y ‘tonces todo iría bien…de allí pa’ arriba… ¡Ay Dios quiera, y ahora sí que sálganos de pobres!- se va diciendo mientras empuja el carrito y de vez en cuando acaricia la pata de conejo que sigue el ritmo de las alegres campanillas.
Absorto en sus sueños entra por fin a la calle primera del barrio, ya casi puede ver las caritas de sus pingos y se contiene las ganas de correr las últimas cuadras, sobre el empedrado el carrito vacío brinca de manera que tiene que hacer más fuerza para gobernarlo que para empujarlo -cuando pregunten si van a ir “al cine” y les diga que sí y además de pilón los lleve a comerse unos pambazos o unas flautas, lo que ellos quieran…- disfruta la idea, escucha los gritos de alegría en su cabeza.
Absorto en ése pensamiento no repara en la pandilla que está en la esquina, 7 u 8 chamacos inútiles, marihuanos, que se reúnen nada más a ver a quien friegan, no los ve, pero ellos si lo han visto, pasa junto a ellos despreocupado y alegre con la vista fija en el final de la calle, donde a esta hora aún deben de jugar en la calle sus hijos con los de los vecinos y su vieja estará haciendo el café y estirando el pescuezo para verlo llegar, -la sorpresa que se va a llevar-.
Manuel se ve llegando a su casa, con el carrito ligero como nunca antes había estado. Escucha las voces de sus hijos que corren a encontrarlo, limpios y cambiados como si ya supieran que hoy irán a cenar. También ve a su mujer en la entrada del terreno, cercado con alambre y palos, se le imagina que está igual de bonita que cuando la conoció allá en su pueblo, antes de venir a vivir al barrio. No siente los pies. Se olvida del cansancio. Solo siente un fuerte dolor de cabeza.
Y se van todos juntos por la calle empedrada. Más allá está el puesto de Doña Meche. Primero la panza- piensa Manuel- que no ha comido en todo el día. Se sientan en una banca de madera, frente a unas mesas cojas en el patio de Doña Meche. Frente a ellos hay salsas: roja, verde, guacamole, pepinos picados, cilantro y cebolla en pequeños recipientes. Los niños piden atropelladamente, y su mujer lo mira por encima de sus cabecitas con los ojos radiantes. Manuel siente que está flotando, -ora si, de aquí pa’ arriba- se dice. Doña Meche le pone delante una tostada que apenas cabe en el plato y parece una torre de lechuga. Se inclina un poco para darle la primera mordida. La cabeza le da vueltas. Voltea a ver a su mujer que está dándole pedacitos de tortilla a la bebé, mientras los niños devoran con placer las flautas de carne, con las boquitas y los cachetes embarrados de crema y queso rallado. Muerde su tostada, pero no le sabe a nada. Le duele cada vez más la cabeza. Siente que la nuca le va a estallar.
Cuando abre los ojos ve a su mujer pálida y despeinada. Trata de levantarse- no te muevas viejo- le dice ella mientras con la mano le impide enderezarse. El dolor se hace más fuerte. Se da cuenta que está acostado sobre el empedrado de la calle y que los vecinos lo rodean y miran con curiosidad. La luz amarillenta de los focos en las entradas de las casas cercanas le lastiman los ojos, se lleva una mano a la nuca. Siente punzadas casi insoportables. Tiene el pelo pegajoso. Un vecino se arrodilla junto a él –no se mueva vecino, ‘orita lo llevamos pa su casa- Manuel busca con los ojos a sus hijos- ¿se acabaron sus flautas?- le pregunta a su mujer, que lo mira preocupada, pero no ve a sus hijos. Entre dos hombres lo levantan pasándole los brazos por la espalda, que le duele también. Se mira la mano y ve que la tiene llena de sangre. Trata de ordenar sus ideas. No ve a Doña Meche, ni las mesas, ni a sus hijos. Puede ver más allá su carrito de helados, que un vecino toma del manubrio y comienza a empujar. –Malditos vagos- dice una mujer, -malvivientes, marihuanos, desgraciados- escucha decir a otra. Se da cuenta que trae el mandil puesto y mete la mano al bolsillo, está vacío.
Los dos vecinos lo llevan a su casa y lo dejan sobre la desvencijada cama. Algunas vecinas y una turba de chiquillos los siguen hasta allá, por fin ve a sus hijos entre ellos, que con sus ropas de todos los días y las caritas chorreadas lo miran con ojos azorados. Su mujer trae una tinaja con agua y le limpia la sangre de la cabeza.
Sus niños lo miran desde el otro lado de la cama. Un par de lágrimas le corren por el rostro oscuro - ¿te duele mucho pa?- le pregunta Almita- Manuel se obliga a sonreírle y se seca el rostro –poquito m’ija, ya se me está pasando-. Aprieta los puños y piensa- ¡son de coraje, nomás de coraje!-.
Su mujer le acaricia la cara y murmura – ¡y todo por robarte las paletas!- Manuel mira las vigas de madera y las láminas del techo. Le arden los pies, le duele cada golpe recibido y siente náuseas, y cada uno de los resortes del colchón se le clava en la espalda aporreada.
–Sí, las paletas, nomás por las paletas– murmura Manuel recordando el mandil lleno de monedas, con un nudo en la garganta y conteniendo las lágrimas susurra - que le vamos a hacer vieja… mañana Dios dirá-
publicado en sl suplemento Ágora del Diario de Colima el día 09 de enero del 2011
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